En los cuadros de Chávez Morado se conjugan distintas influencias: hay pátinas de los postimpresionistas, notas de color a la manera de los fauvistas, dejos del cubismo y, por su puesto, una nota del surrealismo que se funde con una mirada hacia lo popular:
"A veces he logrado cuadros dramáticos (…) pero en general mi pintura viene de un sentido erótico, del goce de la vida. Rara vez pinto en mis cuadros de caballete un tema político. El cuadro de caballete es un objeto que se compra y se cambia y sería una estupidez someterlo al tratamiento, a la carga de un grabado o una hoja efímera, como las que hicimos tantas veces para el TGP. (…) Me apasiona la figura humana, en cualquier circunstancia, en cualquier época, vestida, desnuda (…). A su alrededor abundan los estímulos pictóricos, y si uno no está motivado, no debe pintar, eso solamente tiene sentido si algún objeto o persona resultan incitaciones poderosas. Esa es mi técnica.
La ciudad de México me fascinó, sobre todo en las noches. Por eso hice la carpeta de grabados "Noches en la ciudad". Nosotras la gozamos. Olga y yo nos dábamos unos reventones de danzones, lo bailábamos muy bien. Asistía al teatro de la revista de Garibaldi (…) pero sobre todo las carpas (…) vimos al Cantinflas anterior al cine, haciendo con Shilinsky un sketch de boxeo. Eso nunca se te olvida."
La capital era un gran estímulo para Chávez Morado: en sus dibujos son inconfundibles los tipos citadinos, algunos entrañables y centenarios, otros de nueva factura. Los cuadros que dedicó a este también muestran la tensión de la modernidad con los personajes que se empequeñecen ante grúas, cables, tubos de drenaje y fábricas. Incluso, en esos lienzo, nos dejó ver el desdibujamiento que existía entre el México del campo y el país urbano; entre el pasado que agonizaba y el presente que todo lo devoraba.
Algunos críticos han descrito su obra como el retrato de los grandes perdedores, del pueblo que jamás obtuvo las victorias que la Revolución les prometió. Es verdad que en la pintura de Chávez Morado se percibe una atmósfera un tanto oscura, casi siempre irónica, a veces incluso de humor negro; pero más que el retrato de los perdedores, es el retrato de México, de una nación ancestral y cíclica, y que llega al óleo a través de la mirada de un gran conocedor de la vida y la muerte.
Desde los años veinte, el nacionalismo revolucionario se convirtió en el emblema. La idea de México como tenía que ser reinventada y, como resultado de esto, se reforzaron algunos de los temas y los personajes que habitaban en el país soñando.