Margarita de Orellana, directora editorial de Artes de México, leyó el siguiente discurso al recibir el Premio Nacional Juan Pablos al Mérito Editorial 2023.
Comencé a escribir este discurso con una lista de agradecimientos, pero aunque era algo incompleta, leerla tomaba diez minutos. Así que, por consideración a ustedes, en foto de grupo y no con abrazos individuales, me amarro las manos y agradezco: a quienes me propusieron recibir este reconocimiento y a quienes me lo han otorgado, a quienes trabajan y han trabajado conmigo a lo largo de 35 años, a los socios que hemos tenido y tenemos, a los más de mil autores y otros mil artistas que hemos publicado, a mi familia, especialmente a mis hijos que nacieron entre páginas y oliendo a tinta, a todos los cómplices de tantos años comenzando por mi cómplice privado, el que lleva mi ex libris en la frente, Alberto. Por el tiempo que les he ahorrado, hoy quiero hablarles sobre los tiempos de la edición.
Este enorme reconocimiento a tantos años dedicados a la edición me señala de pronto todo el tiempo que pasó sin darme cuenta. ¡Casi cuatro décadas! Nunca imaginé que el oficio editorial implicaría entrar en un profundo túnel que se mide, no por horas ni minutos sino por emociones, retos, contratiempos y logros. El reloj de la edición avanza página a página y en su aleteo las hojas nos envuelven, nos raptan. Nos llevan lejos, pero a la vez nos acercan a lo más profundo de lo que nos rodea. Tal vez, cuando un libro ha logrado de verdad una edición de excelencia es porque hubo personas que editándolo con esmero, sorteando obstáculos, cierta osadía y emoción desbocada, perdieron la noción del tiempo.
Quienes leen un libro no saben que en cada minuto de su lectura hay, tal vez, horas de trabajo previo. En muchos casos hay un tiempo que no puede medirse, y que no es únicamente el de la creación o el de la investigación, y ni siquiera el del diseño y de la corrección, que da cuerpo a un libro. Me refiero a un tercer tiempo, poco evidente, como un alma. El tiempo del río subterráneo de la concepción editorial. Esto último es lo más profundo y lo menos apreciado de nuestro oficio. Una idea que no es evidente para la mayoría de la gente y que da sentido a la materialidad de un libro. Quienes quieren hacer un libro tienen contenido y sólo contratan a un diseñador, a un corrector y una imprenta; dejando de lado el tiempo de la concepción editorial hacen un libro sin alma. Pero ¿cuánto vale un alma? En los presupuestos difícilmente se cuantifica y los clientes que comparan cotizaciones rara vez saben diferenciar el peso del alma detrás de la cifra. El verdadero oficio editorial está en esa otra dimensión que es el tiempo interior del libro y de la página.
Vivo con un escritor que escribe hasta cuando no escribe. De la misma manera, edito hasta cuando no estoy frente a mi mesa de trabajo. Ambos viajamos por México pensando el mundo en páginas. Si algo me gusta de la manera peculiar en que hacemos nuestras ediciones en Artes de México es que todo comienza en los lugares de los que nos ocupamos, las ciudades y sus misterios que las hacen ser distintas; los talleres y los pueblos donde algo extraño toma forma en barro, madera o telares; las ceremonias tradicionales para las cuales se hacen objetos que pueden ser ofrendas artesanales; y los rituales modernos como la lucha libre, donde la creación verbal del público iguala en ingenio al duelo en la arena que es real y fingido al mismo tiempo. Volcanes, museos y bibliotecas emblemáticas no son temas sino lugares que exigen siempre una mayor atención. Cada libro es una expedición de la que regresamos transformados. Tanto en lo que comprendemos del México profundo como de la emoción del descubrimiento. Editar es darse el tiempo de transformarse.
Editar no es publicar lo que ya se sabe sino avanzar en el conocimiento de lo que se suponía ya conocido. Porque México es también un mundo de ideas. Una vez que se ha recorrido toda la bibliografía y hablado con los especialistas llega para el editor el tiempo de las preguntas. La aventura editorial comienza en Artes de México con preguntas nuevas, dudas y nunca considerar que todo está dicho. Abrimos un espacio para que nuestros autores nos traigan semillas, sus esbozos de preguntas, que debemos ayudar a florecer. Algunos ejemplos: ¿por qué, entre todas las bebidas nacionales fue el tequila la que se volvió símbolo nacional en el siglo XX? ¿Por qué en el centro de Las meninas de Velázquez aparece un jarrito de cerámica de Tonalá? ¿Por qué se imprimen imágenes de santos sobre tortillas de maíz en algunos pueblos? ¿En qué consiste el ritual de fotografiar y pintar a niños que acaban de morir? ¿Cómo comprender el proyecto de civilización barroca urdido por los jesuitas y cómo sigue alimentando la complejidad de la cultura mexicana? Un catálogo editorial es una constelación de interrogantes. Y cada edición es una pregunta que comprueba la necesidad de reescribir las respuestas anteriores, afinarlas, mejorarlas.
El trabajo editorial que defendemos y practicamos no se conforma con el sabor inmediato de las cosas. Los ingredientes de nuestra gastronomía, por ejemplo, son a la vez símbolos y señales de cómo, en este país a diferencia de muchos otros, la naturaleza evolucionó volviéndose cultura densa, milenaria. Aquí, donde las plantas entran tanto en la mitología como en la gastronomía, en la literatura como en la economía, se forma una cultura de tiempos muy largos; y un reto enorme para quien pretenda acercarse editorialmente a esta realidad centenaria. Ella requiere ser capaces de comprender a la vez impresiones inmediatas y perspectivas históricas, antropológicas y estéticas. Detenerse seriamente en el chile, el maíz, el cacao, el nopal, el maguey, etcétera, es abrir una compuerta a lo más hondo de la piel de México.
Cuando cualquier libro llega a las manos del público, éste puede apreciarlo o no. Puede sentir que aprende algo por su contenido o que simplemente le divierte. Pero si el editor ha puesto en esas páginas todo lo que le importa, su oficio como manera de estar en el mundo, el libro se vuelve materia detonante. Lo más inesperado puede suceder. Una edición erudita y bella que reproducía textiles antiguos de Oaxaca de una colección que está en Europa cayó en manos del más inteligente y activo comerciante de textiles de ese estado, que llevó nuestras páginas a los pueblos para que volvieran a hacer esas piezas, convirtiéndose en el gran Remigio, referencia y autoridad en el esplendor actual de los textiles de Oaxaca. Cuando mostramos y estudiamos el arte de pintar y fotografiar a niños muertos no solamente hicimos visible una práctica olvidada en muchas ciudades, sino que creamos además un concepto nuevo para comprender y nombrar ese fenómeno. En poco tiempo todas las historias del arte mexicano comenzaron a incluir un capítulo dedicado al “Arte ritual de la muerte niña”, como si ese nombre siempre hubiera existido. Y en Francia, el grupo más activo en esa época de psicoanalistas lacanianos le dedicó un volumen de estudios, publicado en Gallimard bajo el mismo nombre. En una feria de arte en Madrid descubrimos a una artista chilena que había tomado de nuestra edición sobre ese tema las fotografías que publicamos por primera vez, las había intervenido, las había enmarcado y las vendía carísimas. Podríamos escribir mil y una noches de casos similares. Estos son sólo dos ejemplos de ediciones contundentes que han cambiado la manera de ver a México. Porque con los años Artes de México ha construido un importante patrimonio de ideas, puntos de vista y documentación sobre la enorme diversidad cultural de México, creativo en todas sus dimensiones.
La edición nunca es un trabajo individual. Si un proyecto editorial persiste a lo largo del tiempo es porque ha habido una confluencia de voluntades, estrategias intelectuales y económicas; complicidades de todo tipo, equipos de trabajo esmerado; tanto una administración sólida como una pizca de imaginación financiera; realismo ante las catástrofes, amor al proyecto y una dosis inmensa de azar favorable. Más una convocatoria capaz de unir autores dispersos con lectores inesperados y constantes. Es tanto lo que confluye en unas cuantas páginas que no cualquiera podría preverlo. No es algo natural ni rutinario. Que ese fenómeno se repita por un largo tiempo habla de una buena dosis de locura colectiva. En un proyecto como el nuestro, calificado por expertos como “insensato” cuando lo iniciamos, la tentación de claudicar ha sido cíclica y muy razonable. La perseverancia demuestra que en el oficio editorial llega, tarde o temprano, el tiempo de ir más allá de la razón y sembrar en otros esa desmesura.
El protagonismo que ofrece esta premiación, que agradezco infinitamente, es paradójico, puesto que nuestro oficio exige estar detrás del escenario. Detrás de los protagonistas y sus obras, tanto escritas como visuales, cuidando que su relación con el público sea fluida, bien iluminada, fascinante y tenga sentido. Pero, en el concierto que armamos, lo nuestro es el silencio. La culminación perfecta de ese sigilo estratégico es el relevo. El relevo generacional, cuando llega el tiempo de pasar ese silencio a otras bocas llenas de cosas que decir y mostrar. Lograr que esa discreción tenga continuidad sin que se apague la luz. Que siga abriéndose el telón editorial como un nuevo espectáculo. Y que en la belleza de sus páginas permanezca la belleza de su silencio.